sábado, septiembre 21, 2019

La casa de los Horrores | Crimen de Alcàsser


Sin duda alguna, pasarán los años y el llamado crimen de Alcàsser seguirá formando parte de la historia más negra reciente en España en cuanto a sucesos se refiere. Miriam, Toñi y Desirée fueron las tres víctimas de los terroríficos hechos que impactaron a todo el país debido a la crueldad con la que se cometieron.

Las tres adolescentes, de entre 14 y 15 años, fueron secuestradas, violadas, torturadas y asesinadas de la peor manera imaginable en el municipio valenciano de Alcàsser. La desaparición de las tres chicas tuvo lugar en la noche del viernes 13 de noviembre de 1992 cuando se dirigían a una discoteca de Picasent y para ello hicieron autoestop. Rápidamente la noticia se hizo eco en los medios nacionales y comenzó la búsqueda de las jóvenes durante varios días.

La casa de los horrores

Ni las abejas zumban aquí. El silencio vive en el paraje muerto de La Romana, un sinuoso barranco de Tous a unos 12 kilómetros de Catadau. Entre árboles quemados, terrenos pedregosos y el cadáver de alguna musaraña se alza un humilde vallado circular, delimitado por una verja metálica y señalizado por una tablilla de coto de caza. Tres pequeñas sabinas se alzan orgullosas dentro. El incendio que azotó la zona en 2012 lamió el tronco de un acebuche situado al lado, un olivo silvestre que se mantiene en pie. El fuego respetó los tres arbustos. Hay 10 macetas con geranios marchitos. Una vela reducida casi a la nada por el fuego. Y una rosa blanca artificial. Allí, hace 25 años, Míriam, Toñi y Desiree recibían un tiro letal a manos de Anglés y Ricart antes de ser enterradas en la fosa sobre la que aún se yerguen las sabinas plantadas en su recuerdo. 

Hasta allí siguen subiendo familiares, amigos o simplemente conocedores del drama a honrar sus memorias, como lo atestiguan las flores junto al vallado. Más de una vez ha sido visto por excursionistas o cazadores Fernando García, el más famoso de los padres de la tragedia. Arrodillado al lado de la fosa, meditando, quizás rezando, mirando fijamente la hondonada cubierta de tierra y hojas secas. A 800 metros, los últimos que las tres niñas hicieron a pie en sus vidas, se levanta lo que queda de la caseta de los Tomases, antigua vivienda de los apicultores que residieron en la zona, guarida delictiva de Ricart y Anglés y el infierno entre cuyas cuatro paredes fueron vejadas las niñas en la noche más oscura.

El silencio de La Romana sobrecoge. Sobre todo al imaginar sus gritos pidiendo auxilio. Nadie podía oírlas. Nada hay en kilómetros a la redonda. En la pista forestal por la que los homicidas condujeron el Opel Corsa blanco de Ricart, con las tres niñas en el asiento trasero, quedan colmenas abandonadas, un corral en desuso, con alguna piel de oveja aún colgando, y esqueletos de antiguos invernaderos. Muerte y más muerte. Hoy un coche utilitario normal no puede llegar hasta las casetas. Dos kilómetros a pie por terreno montañoso permiten atisbar la fantasmal silueta de la casa de los Tomases, al fondo del barranco. La caseta de los horrores sigue en pie. 

Emana malas vibraciones. Incomoda estar en ella, como si los muros tuvieran malignidad. Sólo una pared se ha desplomado. La del piso superior, donde fueron agredidas las niñas. El derrumbe deja a la vista el pilar de madera de unos dos metros al que, según la sentencia, fueron atadas las menores. Los tabiques están pintarrajeados por visitantes que dejan su nombre y la fecha de su visita. Muchos han subido tras los fatídicos 14 y 14 de noviembre de 1992. ‘En memoria’, se lee en una dedicatoria.

En Catadau o Llombay pocos saben ubicar el paraje. Las preguntas a vecinos te dirigen hacia la colindante urbanización Lloma Molina, pero no al remoto barranco. El bar Parador, el local de Catadau al que los asesinos bajaron a por tres bocadillos y una ensalada mientras las niñas permanecían atadas en la caseta, y donde comieron al día siguiente, manchados de tierra, tras cavar la fosa, está hoy ‘en venta o alquiler’.

Anglés y Ricart no pudieron buscar mejor escondite de los cuerpos. Sólo la casualidad permitió que los apicultores de la zona vieran la mano de una de las niñas y un reloj asomando entre la tierra removida para descubrir, 75 días después del rapto, el horror vivido en La Romana.

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